Por
nuestro Señor Jesucristo.
PRIMERA LECTURA
Guiaré entre
consuelos a los ciegos y los cojos
Lectura del libro de Jeremías (Jr 31, 7-9)
ESTO dice el Señor:
«Gritad de alegría por Jacob,
regocijaos por la flor de los pueblos;
proclamad, alabad y decid:
“¡El Señor ha salvado a su pueblo,
ha salvado al resto de Israel!”.
Los traeré del país del norte,
los reuniré de los confines de la tierra.
Entre ellos habrá ciegos y cojos,
lo mismo preñadas que paridas:
volverá una enorme multitud.
Vendrán todos llorando
y yo los guiaré entre consuelos;
los llevaré a torrentes de agua,
por camino llano, sin tropiezos.
Seré un padre para Israel,
Efraín será mi primogénito».
Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.
SALMO RESPONSORIAL (Sal 125, 1b-2ab. 2cd-3. 4-5. 6 [R.: 3])
R. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
V. Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sion,
nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.R. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
V. Hasta los gentiles decían:
«El Señor ha estado grande con ellos».
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.
R. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
V. Recoge, Señor, a nuestros cautivos
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares.
R. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
V. Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas.
R. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.
SEGUNDA LECTURA
Tú eres sacerdote
eterno, según el rito de Melquisedec
Lectura de la carta a los Hebreos (Hb 5, 1-6)
TODO sumo sacerdote, escogido de entre los hombres, está puesto para
representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios
por los pecados.
Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, porque también él está
sujeto a debilidad.
A causa de ella, tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como
por los del pueblo.
Nadie puede arrogarse este honor sino el que es llamado por Dios, como en el
caso de Aarón.
Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino que
la recibió de aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy»; o,
como dice en otro pasaje: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de
Melquisedec».
Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.
Aleluya Cf. 2 Tm 1, 10
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo
brillar la vida por medio del Evangelio. R.
EVANGELIO
“Rabbuní”, haz
que recobre la vista
╬ Lectura del santo Evangelio según san Marcos (Mc 10, 46-52)
R. Gloria a ti, Señor.
EN AQUEL TIEMPO, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente,
un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del
camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:
«Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí».
Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más:
«Hijo de David, ten compasión de mí».
Jesús se detuvo y dijo:
«Llamadlo».
Llamaron al ciego, diciéndole:
«Ánimo, levántate, que te llama».
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo:
«,Qué quieres que te haga?».
El ciego le contestó:
«“Rabbuní”, que recobre la vista».
Jesús le dijo:
«Anda, tu fe te ha salvado».
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.
Del
Papa Francisco
SANTA MISA DE CLAUSURA DE LA XV ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA DEL SÍNODO
DE LOS OBISPOS. HOMILÍA.
Domingo, 28 de octubre de 2018
El episodio que hemos escuchado es el último que narra el evangelista Marcos
sobre el ministerio itinerante de Jesús, quien poco después entrará en
Jerusalén para morir y resucitar. Bartimeo es, por lo tanto, el último que
sigue a Jesús en el camino: de ser un mendigo al borde de la vía en Jericó, se
convierte en un discípulo que va con los demás a Jerusalén. Nosotros también
hemos caminado juntos, hemos “hecho sínodo” y ahora este evangelio sella tres
pasos fundamentales para el camino de la fe.
En primer lugar, nos fijamos en Bartimeo: su nombre significa “hijo de Timeo”.
Y el texto lo especifica: «El hijo de Timeo, Bartimeo» (Mc 10,46). Pero,
mientras el Evangelio lo reafirma, surge una paradoja: el padre está ausente.
Bartimeo yace solo junto al camino, lejos de casa y sin un padre: no es alguien
amado sino abandonado. Es ciego y no tiene quien lo escuche; y cuando quería
hablar lo hacían callar. Jesús escucha su grito. Y cuando lo encuentra le deja
hablar. No era difícil adivinar lo que Bartimeo le habría pedido: es evidente
que un ciego lo que quiere es tener o recuperar su vista. Pero Jesús no es
expeditivo, da tiempo a la escucha. Este es el primer paso para facilitar el
camino de la fe: escuchar. Es el apostolado del oído: escuchar, antes de
hablar.
Por el contrario, muchos de los que estaban con Jesús imprecaban a Bartimeo
para que se callara (cf. v. 48). Para estos discípulos, el necesitado era una
molestia en el camino, un imprevisto en el programa predeterminado. Preferían
sus tiempos a los del Maestro, sus palabras en lugar de escuchar a los demás:
seguían a Jesús, pero lo que tenían en mente eran sus propios planes. Es un
peligro del que tenemos que prevenirnos siempre. Para Jesús, en cambio, el
grito del que pide ayuda no es algo molesto que dificulta el camino, sino una
pregunta vital. ¡Qué importante es para nosotros escuchar la vida! Los hijos
del Padre celestial escuchan a sus hermanos: no las murmuraciones inútiles,
sino las necesidades del prójimo. Escuchar con amor, con paciencia, como hace
Dios con nosotros, con nuestras oraciones a menudo repetitivas. Dios nunca se
cansa, siempre se alegra cuando lo buscamos. Pidamos también nosotros la gracia
de un corazón dócil para escuchar. Me gustaría decirles a los jóvenes, en nombre
de todos nosotros, adultos: disculpadnos si a menudo no os hemos escuchado; si,
en lugar de abrir vuestro corazón, os hemos llenado los oídos. Como Iglesia de
Jesús deseamos escucharos con amor, seguros de dos cosas: que vuestra vida es
preciosa ante Dios, porque Dios es joven y ama a los jóvenes; y que vuestra
vida también es preciosa para nosotros, más aún, es necesaria para seguir
adelante.
Después de la escucha, un segundo paso para acompañar el camino de fe: hacerse
prójimos. Miramos a Jesús, que no delega en alguien de la «multitud» que lo
seguía, sino que se encuentra con Bartimeo en persona. Le dice: «¿Qué quieres
que haga por ti?» (v. 51). Qué quieres: Jesús se identifica con Bartimeo, no
prescinde de sus expectativas; que yo haga: hacer, no solo hablar; por ti: no
de acuerdo con ideas preestablecidas para cualquiera, sino para ti, en tu
situación. Así lo hace Dios, implicándose en primera persona con un amor de
predilección por cada uno. Ya en su modo de actuar transmite su mensaje: así la
fe brota en la vida.
La fe pasa por la vida. Cuando la fe se concentra exclusivamente en las
formulaciones doctrinales, se corre el riesgo de hablar solo a la cabeza, sin
tocar el corazón. Y cuando se concentra solo en el hacer, corre el riesgo de
convertirse en moralismo y de reducirse a lo social. La fe, en cambio, es vida:
es vivir el amor de Dios que ha cambiado nuestra existencia. No podemos ser
doctrinalistas o activistas; estamos llamados a realizar la obra de Dios al
modo de Dios, en la proximidad: unidos a él, en comunión entre nosotros,
cercanos a nuestros hermanos. Proximidad: aquí está el secreto para transmitir
el corazón de la fe, no un aspecto secundario.
Hacerse prójimos es llevar la novedad de Dios a la vida del hermano, es el
antídoto contra la tentación de las recetas preparadas. Preguntémonos si somos
cristianos capaces de ser prójimos, de salir de nuestros círculos para abrazar
a los que “no son de los nuestros” y que Dios busca ardientemente. Siempre
existe esa tentación que se repite tantas veces en las Escrituras: lavarse las
manos. Es lo que hace la multitud en el Evangelio de hoy, es lo que hizo Caín
con Abel, es lo que hará Pilato con Jesús: lavarse las manos. Nosotros, en
cambio, queremos imitar a Jesús, e igual que él ensuciarnos las manos. Él, el
camino (cf. Jn 14,6), por Bartimeo se ha detenido en el camino. Él, la luz del
mundo (cf. Jn 9,5), se ha inclinado sobre un ciego. Reconozcamos que el Señor
se ha ensuciado las manos por cada uno de nosotros, y miremos la cruz y
recomencemos desde allí, del recordarnos que Dios se hizo mi prójimo en el
pecado y la muerte. Se hizo mi prójimo: todo viene de allí. Y cuando por amor a
él también nosotros nos hacemos prójimos, nos convertimos en portadores de
nueva vida: no en maestros de todos, no en expertos de lo sagrado, sino en
testigos del amor que salva.
Testimoniar es el tercer paso. Fijémonos en los discípulos que llaman a
Bartimeo: no van a él, que mendigaba, con una moneda tranquilizadora o a
dispensar consejos; van en el nombre de Jesús. De hecho, le dirigen solo tres
palabras, todas de Jesús: «Ánimo, levántate, que te llama» (v. 49). En el resto
del Evangelio, solo Jesús dice ánimo, porque solo él resucita el corazón. Solo
Jesús dice en el Evangelio levántate, para sanar el espíritu y el cuerpo. Solo
Jesús llama, cambiando la vida del que lo sigue, levantando al que está por el
suelo, llevando la luz de Dios en la oscuridad de la vida. Muchos hijos, muchos
jóvenes, como Bartimeo, buscan una luz en la vida. Buscan un amor verdadero. Y
al igual que Bartimeo que, a pesar de la multitud, invoca solo a Jesús, también
ellos invocan la vida, pero a menudo solo encuentran promesas falsas y unos
pocos que se interesan de verdad por ellos.
No es cristiano esperar que los hermanos que están en busca llamen a nuestras
puertas; tendremos que ir donde están ellos, no llevándonos a nosotros mismos,
sino a Jesús. Él nos envía, como a aquellos discípulos, para animar y levantar
en su nombre. Él nos envía a decirles a todos: “Dios te pide que te dejes amar
por él”. Cuántas veces, en lugar de este mensaje liberador de salvación, nos
hemos llevado a nosotros mismos, nuestras “recetas”, nuestras “etiquetas” en la
Iglesia. Cuántas veces, en vez de hacer nuestras las palabras del Señor, hemos
hecho pasar nuestras ideas por palabra suya. Cuántas veces la gente siente más
el peso de nuestras instituciones que la presencia amiga de Jesús. Entonces
pasamos por una ONG, por una organización paraestatal, no por la comunidad de
los salvados que viven la alegría del Señor.
Escuchar, hacerse prójimos, testimoniar. El camino de fe termina en el
Evangelio de una manera hermosa y sorprendente, con Jesús que dice: «Anda, tu
fe te ha salvado» (v. 52). Y, sin embargo, Bartimeo no hizo profesiones de fe,
no hizo ninguna obra; solo pidió compasión. Sentirse necesitados de salvación
es el comienzo de la fe. Es el camino más directo para encontrar a Jesús. La fe
que salvó a Bartimeo no estaba en la claridad de sus ideas sobre Dios, sino en
buscarlo, en querer encontrarlo. La fe es una cuestión de encuentro, no de
teoría. En el encuentro Jesús pasa, en el encuentro palpita el corazón de la
Iglesia. Entonces, lo que será eficaz es nuestro testimonio de vida, no
nuestros sermones.
Y a todos vosotros que habéis participado en este “caminar juntos”, os
agradezco vuestro testimonio. Hemos trabajado en comunión y con franqueza, con
el deseo de servir a Dios y a su pueblo. Que el Señor bendiga nuestros pasos,
para que podamos escuchar a los jóvenes, hacernos prójimos suyos y
testimoniarles la alegría de nuestra vida: Jesús.
Homilía
en la celebración de la penitencia
Viernes 4 de marzo de 2016.
«Que yo pueda ver» (Mc 10, 51). Esta es la petición que hoy queremos dirigir al
Señor. Ver de nuevo después de que nuestros pecados nos han hecho perder de vista
el bien y alejado de la belleza de nuestra llamada, haciéndonos vagar lejos de
la meta.
Este pasaje del Evangelio tiene un gran valor simbólico, porque cada uno de
nosotros se encuentra en la situación de Bartimeo. Su ceguera lo había llevado
a la pobreza y a vivir en las afueras de la ciudad, dependiendo en todo de los
demás. El pecado también tiene este efecto: nos empobrece y aísla. Es una
ceguera del espíritu, que impide ver lo esencial, fijar la mirada en el amor
que da la vida; y lleva poco a poco a detenerse en lo superficial, hasta
hacernos insensibles ante los demás y ante el bien. Cuántas tentaciones tienen
la fuerza de oscurecer la vista del corazón y volverlo miope. Qué fácil y
equivocado es creer que la vida depende de lo que se posee, del éxito o la
admiración que se recibe; que la economía consiste sólo en el beneficio y el
consumo; que los propios deseos individuales deben prevalecer por encima de la
responsabilidad social. Mirando sólo a nuestro yo, nos hacemos ciegos, apagados
y replegados en nosotros mismos, vacíos de alegría y vacíos de libertad. ¡Es
algo tan feo!
Y Jesús pasa; pero no pasa de largo: «se detuvo», dice el Evangelio (Mc 10,
49). Entonces, un temblor se apodera del corazón, porque se da cuenta de que es
mirado por la Luz, por esa luz cálida que nos invita a no permanecer encerrados
en nuestra oscura ceguera. La presencia cercana de Jesús permite sentir que,
lejos de él, nos falta algo importante. Nos hace sentir necesitados de
salvación, y esto es el inicio de la curación del corazón. Luego, cuando el
deseo de ser curados se hace audaz, lleva a la oración, a gritar ayuda con
fuerza e insistencia, como ha hecho Bartimeo: «Hijo de David, ten compasión de
mí» (Mc 10, 47).
Desafortunadamente, como aquellos «muchos» del Evangelio, siempre hay alguien
que no quiere detenerse, que no quiere ser molestado por el que grita su propio
dolor, prefiriendo hacer callar y regañar al pobre que molesta (cf. Mc 10, 48).
Es la tentación de seguir adelante como si nada, pero así se queda lejos del
Señor y se mantienen distantes de Jesús y de los demás. Reconozcamos todos ser
mendigos del amor de Dios, y no dejemos que el Señor pase de largo. «Tengo
miedo del Señor que pasa», decía san Agustín. Miedo a que pase y a que yo lo
deje pasar. Demos voz a nuestro deseo más profundo: «[Jesús], que pueda ver»
(Mc 10, 51). Este Jubileo de la Misericordia es un tiempo favorable para acoger
la presencia de Dios, para experimentar su amor y regresar a él con todo el
corazón. Como Bartimeo, dejemos el manto y pongámonos en pie (cf. Mc 10, 50):
abandonemos lo que impide ser ágiles en el camino hacia él, sin miedo a dejar
lo que nos da seguridad y a lo que estamos apegados; no permanezcamos sentados,
levantémonos, reencontremos nuestra dimensión espiritual –en pie–, la dignidad
de hijos amados que están ante el Señor para ser mirados por él a los ojos,
perdonados y recreados. Y la palabra que quizás hoy llega a nuestro corazón, es
la misma de la creación del hombre: «levántate». Dios nos ha creado en pie:
«levántate».
Hoy más que nunca, sobre todo nosotros los Pastores, estamos llamados a
escuchar el grito, quizás escondido, de cuantos desean encontrar al Señor.
Estamos obligados a revisar esos comportamientos que a veces no ayudan a los
demás a acercarse a Jesús; los horarios y los programas que no salen al
encuentro de las necesidades reales de los que podrían acercarse al
confesionario; las reglas humanas, si valen más que el deseo de perdón; nuestra
rigidez, que puede alejar la ternura de Dios. No debemos ciertamente disminuir
las exigencias del Evangelio, pero no podemos correr el riesgo de malograr el
deseo del pecador de reconciliarse con el Padre, porque lo que el Padre espera
antes que nada es el regreso del hijo a casa (cf. Mc 15, 20-32).
Que nuestras palabras sean la de los discípulos que, repitiendo las mismas
expresiones de Jesús, dicen a Bartimeo: «Ánimo, levántate, que te llama» (Mc
10, 49). Estamos llamados a infundir ánimo, a sostener y conducir a Jesús.
Nuestro ministerio es el del acompañar, para que el encuentro con el Señor sea
personal, íntimo, y el corazón se pueda abrir sinceramente y sin temor al
Salvador. No lo olvidemos: sólo Dios es quien obra en cada persona. En el
Evangelio es él quien se detiene y pregunta por el ciego; es él quien ordena que
se lo traigan; es él quien lo escucha y lo sana. Nosotros hemos sido elegidos
–nosotros, los pastores– para suscitar el deseo de la conversión, para ser
instrumentos que facilitan el encuentro, para extender la mano y absolver,
haciendo visible y operante su misericordia. Que cada hombre y mujer que se
acerca a un confesionario encuentre un padre; encuentre un padre que le espera;
encuentre el Padre que perdona.
La conclusión del relato evangélico está cargado de significado: Bartimeo «al
momento recobró la vista y lo seguía por el camino» (Mc 10, 52). También
nosotros, cuando nos acercamos a Jesús, vemos de nuevo la luz para mirar el
futuro con confianza, reencontramos la fuerza y el valor para ponernos en
camino. En efecto «quien cree ve» (Carta enc. Lumen fidei, 1) y va adelante con
esperanza, porque sabe que el Señor está presente, sostiene y guía. Sigámoslo,
como discípulos fieles, para hacer partícipes a cuantos encontramos en nuestro
camino de la alegría de su amor. Y después el abrazo del Padre, el perdón del
Padre, hagamos fiesta en nuestro corazón. Porque él hace fiesta.
Sínodo de la familia 2015. Clausura
XXX Domingo del Tiempo Ordinario, 25 de octubre de 2015.
Las tres lecturas de este domingo nos presentan la compasión de Dios, su
paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional, mientras el pueblo estaba
deportado por los enemigos, anuncia que el Señor ha salvado a su pueblo, ha
salvado al resto de Israel (Jr 31, 7). Y ¿por qué lo hizo? Porque él es Padre
(cf. Jr 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña en el camino,
sostiene a los ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas (Jr 31, 8). Su
paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación después de
tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si persevera
en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su cautiverio
en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo con lágrimas,
mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 126, 6).
Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la alegría, que es fruto de la
salvación del Señor: La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares
(Sal 126, 2). El creyente es una persona que ha experimentado la acción
salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los pastores, hemos
experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces llorando, y
alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de nuestras
fuerzas y de nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha presentado la compasión de Jesús.
También él está envuelto en debilidades (Hb 5, 2), para sentir compasión por
quienes yacen en la ignorancia y en el error. Jesús es el Sumo Sacerdote
grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el Sumo Sacerdote que ha
compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba en todo como
nosotros, menos en el pecado (cf. Hb 4, 15). Por eso es el mediador de la nueva
y definitiva alianza que nos da salvación.
El Evangelio de hoy nos remite directamente a la primera Lectura: así como el
pueblo de Israel fue liberado gracias a la paternidad de Dios, también Bartimeo
fue liberado gracias a la compasión de Jesús que acababa de salir de Jericó. A
pesar de que apenas había emprendido el camino más importante, el que va hacia
Jerusalén, se detiene para responder al grito de Bartimeo. Se deja interpelar
por su petición, se deja implicar en su situación. No se contenta con darle
limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No le da indicaciones ni respuestas,
pero hace una pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? (Mc 10, 51). Podría
parecer una petición inútil: ¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin
embargo, con esta pregunta, hecha de tú a tú, directa pero respetuosa, Jesús
muestra que desea escuchar nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada
uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante
Dios. Después de la curación, el Señor dice a aquel hombre: Tu fe te ha salvado
(Mc 10, 52). Es hermoso ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo, confiando en
él. Él cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.
Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus discípulos que vayan y llamen a
Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos expresiones, que sólo Jesús utiliza
en el resto del Evangelio. Primero le dicen: ¡Ánimo!, una palabra que
literalmente significa ten confianza, anímate. En efecto, sólo el encuentro con
Jesús da al hombre la fuerza para afrontar las situaciones más graves. La
segunda expresión es ¡levántate!, como Jesús había dicho a tantos enfermos,
llevándolos de la mano y curándolos. Los suyos no hacen más que repetir las
palabras alentadoras y liberadoras de Jesús, guiando hacia él directamente, sin
sermones. Los discípulos de Jesús están llamados a esto, también hoy,
especialmente hoy: a poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva
que salva. Cuando el grito de la humanidad, como el de Bartimeo, se repite aún
más fuerte, no hay otra respuesta que hacer nuestras las palabras de Jesús y
sobre todo imitar su corazón. Las situaciones de miseria y de conflicto son
para Dios ocasiones de misericordia. Hoy es tiempo de misericordia.
Pero hay algunas tentaciones para los que siguen a Jesús. El Evangelio de hoy
destaca al menos dos. Ninguno de los discípulos se para, como hace Jesús.
Siguen caminando, pasan de largo como si nada hubiera sucedido. Si Bartimeo era
ciego, ellos son sordos: aquel problema no es problema suyo. Este puede ser
nuestro riesgo: ante continuos apuros, es mejor seguir adelante, sin
preocuparse. De esta manera, estamos con Jesús como aquellos discípulos, pero
no pensamos como Jesús. Se está en su grupo, pero se pierde la apertura del
corazón, se pierde la maravilla, la gratitud y el entusiasmo, y se corre el peligro
de convertirse en habituales de la gracia. Podemos hablar de él y trabajar para
él, pero vivir lejos de su corazón, que está orientado a quien está herido.
Esta es la tentación: una espiritualidad del espejismo. Podemos caminar a
través de los desiertos de la humanidad sin ver lo que realmente hay, sino lo
que a nosotros nos gustaría ver; somos capaces de construir visiones del mundo,
pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de nuestros ojos. Una fe que no
sabe radicarse en la vida de la gente permanece árida y, en lugar oasis, crea
otros desiertos.
Hay una segunda tentación, la de caer en una fe de mapa. Podemos caminar con el
pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de ruta, donde entra todo: sabemos
dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben respetar nuestro ritmo y
cualquier inconveniente nos molesta. Corremos el riesgo de hacernos como
aquellos muchos del Evangelio, que pierden la paciencia y reprochan a Bartimeo.
Poco antes habían reprendido a los niños (cf. Mc 10, 13), ahora al mendigo ciego:
quien molesta o no tiene categoría, ha de ser excluido. Jesús, por el
contrario, quiere incluir, especialmente a quienes están relegados al margen y
le gritan. Estos, como Bartimeo, tienen fe, porque saberse necesitados de
salvación es el mejor modo para encontrar a Jesús.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. Mc 10, 52). No
sólo recupera la vista, sino que se une a la comunidad de los que caminan con
Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos caminado juntos. Les doy las gracias
por el camino que hemos compartido con la mirada puesta en el Señor y en los
hermanos, en busca de las sendas que el Evangelio indica a nuestro tiempo para
anunciar el misterio de amor de la familia. Sigamos por el camino que el Señor
desea. Pidámosle a él una mirada sana y salvada, que sabe difundir luz porque
recuerda el esplendor que la ha iluminado. Sin dejarnos ofuscar nunca por el
pesimismo y por el pecado, busquemos y veamos la gloria de Dios que resplandece
en el hombre viviente.
* * * * *
Del
Papa Benedicto XVI
Homilía.
Clausura del Sínodo, Domingo 28 de octubre de 2012
Venerables hermanos, ilustres señores y señoras, queridos hermanos y hermanas
El milagro de la curación del ciego Bartimeo ocupa un lugar relevante en la
estructura del Evangelio de Marcos. En efecto, está colocado al final de la
sección llamada "viaje a Jerusalén", es decir, la última
peregrinación de Jesús a la Ciudad Santa para la Pascua, en donde él sabe que
lo espera la pasión, la muerte y la resurrección. Para subir a Jerusalén, desde
el valle del Jordán, Jesús pasó por Jericó, y el encuentro con Bartimeo tuvo
lugar a las afueras de la ciudad, mientras Jesús, como anota el evangelista,
salía "de Jericó con sus discípulos y bastante gente" (Mc 10, 46);
gente que, poco después, aclamará a Jesús como Mesías en su entrada a
Jerusalén. Bartimeo, cuyo nombre, como dice el mismo evangelista, significa
"hijo de Timeo", estaba precisamente sentado al borde del camino
pidiendo limosna. Todo el Evangelio de Marcos es un itinerario de fe, que se desarrolla
gradualmente en el seguimiento de Jesús. Los discípulos son los primeros
protagonistas de este paulatino descubrimiento, pero hay también otros
personajes que desempeñan un papel importante, y Bartimeo es uno de éstos. La
suya es la última curación prodigiosa que Jesús realiza antes de su pasión, y
no es casual que sea la de un ciego, es decir una persona que ha perdido la luz
de sus ojos. Sabemos también por otros textos que en los evangelios la ceguera
tiene un importante significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la
luz de Dios, la luz de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y
recorrer el camino de la vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de
esta luz, de lo contrario se es ciego para siempre (cf. Jn 9, 39-41).
Bartimeo, pues, en este punto estratégico del relato de Marcos, está puesto
como modelo. Él no es ciego de nacimiento, sino que ha perdido la vista: es el
hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello, pero no ha perdido la
esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro con Jesús y confía en
él para ser curado. En efecto, cuando siente que el Maestro pasa por el camino,
grita: "Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí" (Mc 10, 47), y lo
repite con fuerza (v. 48). Y cuando Jesús lo llama y le pregunta qué quiere de
él, responde: "Maestro, que pueda ver" (v. 51). Bartimeo representa
al hombre que reconoce el propio mal y grita al Señor, con la confianza de ser
curado. Su invocación, simple y sincera, es ejemplar, y de hecho -al igual que
la del publicano en el templo: "Oh Dios, ten compasión de este
pecador" (Lc 18, 13)- ha entrado en la tradición de la oración cristiana.
En el encuentro con Cristo, realizado con fe, Bartimeo recupera la luz que
había perdido, y con ella la plenitud de la propia dignidad: se pone de pie y
retoma el camino, que desde aquel momento tiene un guía, Jesús, y una ruta, la
misma que Jesús recorre. El evangelista no nos dice nada más de Bartimeo, pero
en él nos muestra quién es el discípulo: aquel que, con la luz de la fe, sigue
a Jesús "por el camino" (v. 52).
San Agustín, en uno de sus escritos, hace una observación muy particular sobre
la figura de Bartimeo, que puede resultar también interesante y significativa
para nosotros. El Santo Obispo de Hipona reflexiona sobre el hecho de que
Marcos, en este caso, indica el nombre no sólo de la persona que ha sido
curada, sino también del padre, y concluye que "Bartimeo, hijo de Timeo,
era un personaje que de una gran prosperidad cayó en la miseria, y que ésta
condición suya de miseria debía ser conocida por todos y de dominio público,
puesto que no era solamente un ciego, sino un mendigo sentado al borde del
camino. Por esta razón Marcos lo recuerda solamente a él, porque la
recuperación de su vista hizo que ese milagro tuviera una resonancia tan grande
como la fama de la desventura que le sucedió" (Concordancia de los
evangelios, 2, 65, 125: PL 34, 1138). Hasta aquí san Agustín.
Esta interpretación, que ve a Bartimeo como una persona caída en la miseria
desde una condición de "gran prosperidad", nos hace pensar; nos
invita a reflexionar sobre el hecho de que hay riquezas preciosas para nuestra
vida, y que no son materiales, que podemos perder. En esta perspectiva,
Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua
evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de
Dios, ya no lo consideran importante para la vida: personas que por eso han
perdido una gran riqueza, han "caído en la miseria" desde una alta
dignidad -no económica o de poder terreno, sino cristiana -, han perdido la
orientación segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia
inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas
personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir de un nuevo
encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1, 1), que puede abrir
nuevamente sus ojos y mostrarles el camino. Es significativo que, mientras
concluimos la Asamblea sinodal sobre la nueva evangelización, la liturgia nos
proponga el Evangelio de Bartimeo. Esta Palabra de Dios tiene algo que decirnos
de modo particular a nosotros, que en estos días hemos reflexionado sobre la
urgencia de anunciar nuevamente a Cristo allá donde la luz de la fe se ha
debilitado, allá donde el fuego de Dios es como un rescoldo, que pide ser
reavivado, para que sea llama viva que da luz y calor a toda la casa.
La nueva evangelización concierne toda la vida de la Iglesia. Ella se refiere,
en primer lugar, a la pastoral ordinaria que debe estar más animada por el
fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que regularmente
frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su
Palabra y del Pan de vida eterna. Deseo subrayar tres líneas pastorales que han
surgido del Sínodo. La primera corresponde a los sacramentos de la iniciación
cristiana. Se ha reafirmado la necesidad de acompañar con una catequesis
adecuada la preparación al bautismo, a la confirmación y a la Eucaristía.
También se ha reiterado la importancia de la penitencia, sacramento de la
misericordia de Dios. La llamada del Señor a la santidad, dirigida a todos los
cristianos, pasa a través de este itinerario sacramental. En efecto, se ha
repetido muchas veces que los verdaderos protagonistas de la nueva
evangelización son los santos: ellos hablan un lenguaje comprensible para
todos, con el ejemplo de la vida y con las obras de caridad.
En segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente conectada con la
misión ad gentes. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de anunciar el
Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo. En el
transcurso de las reflexiones sinodales, se ha subrayado también que existen
muchos lugares en África, Asía y Oceanía en donde los habitantes, muchas veces
sin ser plenamente conscientes, esperan con gran expectativa el primer anuncio
del Evangelio. Por tanto es necesario rezar al Espíritu Santo para que suscite
en la Iglesia un renovado dinamismo misionero, cuyos protagonistas sean de modo
especial los agentes pastorales y los fieles laicos. La globalización ha
causado un notable desplazamiento de poblaciones; por tanto el primer anuncio
se impone también en los países de antigua evangelización. Todos los hombres
tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a esto corresponde
el deber de los cristianos, de todos los cristianos -sacerdotes, religiosos y
laicos-, de anunciar la Buena Noticia.
Un tercer aspecto tiene que ver con las personas bautizadas pero que no viven
las exigencias del bautismo. Durante los trabajos sinodales se ha puesto de
manifiesto que estas personas se encuentran en todos los continentes,
especialmente en los países más secularizados. La Iglesia les dedica una
atención particular, para que encuentren nuevamente a Jesucristo, vuelvan a
descubrir el gozo de la fe y regresen a las prácticas religiosas en la
comunidad de los fieles. Además de los métodos pastorales tradicionales,
siempre válidos, la Iglesia intenta utilizar también métodos nuevos, usando asimismo
nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo, proponiendo
la verdad de Cristo con una actitud de diálogo y de amistad que tiene como
fundamento a Dios que es Amor. En varias partes del mundo, la Iglesia ya ha
emprendido dicho camino de creatividad pastoral, para acercarse a las personas
alejadas y en busca del sentido de la vida, de la felicidad y, en definitiva,
de Dios. Recordamos algunas importantes misiones ciudadanas, el "Atrio de
los gentiles", la Misión Continental, etcétera. Sin duda el Señor, Buen
Pastor, bendecirá abundantemente dichos esfuerzos que provienen del celo por su
Persona y su Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Bartimeo, una vez recuperada la vista gracias a
Jesús, se unió al grupo de los discípulos, entre los cuales seguramente había
otros que, como él, habían sido curados por el Maestro. Así son los nuevos
evangelizadores: personas que han tenido la experiencia de ser curados por
Dios, mediante Jesucristo. Y su característica es una alegría de corazón, que
dice con el salmista: "El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos
alegres" (Sal 125, 3). También nosotros hoy, nos dirigimos al Señor, Redemptor
hominis y Lumen gentium, con gozoso agradecimiento,
haciendo nuestra una oración de san Clemente de Alejandría: "Hasta ahora
me he equivocado en la esperanza de encontrar a Dios, pero puesto que tú me
iluminas, oh Señor, encuentro a Dios por medio de ti, y recibo al Padre de ti,
me hago tu coheredero, porque no te has avergonzado de tenerme por hermano. Cancelemos,
pues, cancelemos el olvido de la verdad, la ignorancia; y removiendo las
tinieblas que nos impiden la vista como niebla en los ojos, contemplemos al
verdadero Dios...; ya que una luz del cielo brilló sobre nosotros sepultados en
las tinieblas y prisioneros de la sombra de muerte, [una luz] más pura que el
sol, más dulce que la vida de aquí abajo" (Protrettico, 113, 2-
114, 1). Amén.
Ángelus, Domingo 29 de octubre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo (Mc 10, 46-52) leemos que, mientras el Señor
pasa por las calles de Jericó, un ciego de nombre Bartimeo se dirige a él
gritando con fuerte voz: "Hijo de David, ten compasión de mí". Esta
oración toca el corazón de Cristo, que se detiene, lo manda llamar y lo cura.
El momento decisivo fue el encuentro personal, directo, entre el Señor y aquel
hombre que sufría. Se encuentran uno frente al otro: Dios, con su deseo de
curar, y el hombre, con su deseo de ser curado. Dos libertades, dos voluntades
convergentes: "¿Qué quieres que te haga?", le pregunta el Señor.
"Que vea", responde el ciego. "Vete, tu fe te ha curado".
Con estas palabras se realiza el milagro. Alegría de Dios, alegría del
hombre.
Y Bartimeo, tras recobrar la vista -narra el evangelio- "lo sigue por el
camino", es decir, se convierte en su discípulo y sube con el Maestro a
Jerusalén para participar con él en el gran misterio de la salvación. Este
relato, en sus aspectos fundamentales, evoca el itinerario del catecúmeno hacia
el sacramento del bautismo, que en la Iglesia antigua se llamaba también
"iluminación".
La fe es un camino de iluminación: parte de la humildad de reconocerse
necesitados de salvación y llega al encuentro personal con Cristo, que llama a
seguirlo por la senda del amor. Según este modelo se presentan en la Iglesia
los itinerarios de iniciación cristiana, que preparan para los sacramentos del
Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. En los lugares de antigua
evangelización, donde se suele bautizar a los niños, se proponen a los jóvenes
y a los adultos experiencias de catequesis y espiritualidad que permiten
recorrer un camino de redescubrimiento de la fe de modo maduro y consciente,
para asumir luego un compromiso coherente de testimonio.
¡Cuán importante es la labor que realizan en este campo los pastores y los
catequistas! El redescubrimiento del valor de su bautismo es la base del
compromiso misionero de todo cristiano, porque vemos en el Evangelio que quien
se deja fascinar por Cristo no puede menos de testimoniar la alegría de seguir
sus pasos. En este mes de octubre, dedicado especialmente a la misión,
comprendemos mucho mejor que, precisamente en virtud del bautismo, poseemos una
vocación misionera connatural.
Invoquemos la intercesión de la Virgen María para que se multipliquen los misioneros
del Evangelio. Que cada bautizado, íntimamente unido al Señor, se sienta
llamado a anunciar a todos el amor de Dios con el testimonio de su vida.
Se dice Credo.
Oración de los fieles
Cristo, el Señor, intercede por nosotros ante el Padre. Invoquémoslo,
pues, confiadamente.
- Por los pastores, los catequistas y los teólogos, que han recibido en la
Iglesia la misión de iluminar a los demás con la palabra de Dios. Roguemos al
Señor.
- Por los que buscan a tientas una luz que dé sentido pleno a sus vidas.
Roguemos al Señor.
- Por todos los enfermos, los imposibilitados y quienes cuidan de ellos.
Roguemos al Señor.
- Por nosotros y por todos los cristianos que no ven claro su camino. Roguemos
al Señor.
Escucha, Señor, Dios nuestro, las oraciones de tu Iglesia.
Danos la claridad de
la fe,
para que también nosotros podamos seguir a tu Hijo
y alabarte de
corazón.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
Oración sobre las ofrendas
Mira Señor, los dones que ofrecemos a tu majestad,