23 de octubre - DOMINGO DE LA XXX SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO C)

 



  DOMINGO DE LA XXX SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO C)
  Oficio del Domingo de la Semana II del Salterio
  (Liturgia de las Horas, Tomo IV: Oficio de Lecturas Laudes - TerciaSexta     Nona Vísperas - Completas)
 


El Tweet del Papa:





NOTICIAS DE ACTUALIDAD

 

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2022

«Para que sean mis testigos» (Hch 1,8)

Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras pertenecen al último diálogo que Jesús resucitado tuvo con sus discípulos antes de ascender al cielo, como se describe en los Hechos de los Apóstoles: «El Espíritu Santo vendrá sobre ustedes y recibirán su fuerza, para que sean mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (1,8). Este es también el tema de la Jornada Mundial de las Misiones 2022, que como siempre nos ayuda a vivir el hecho de que la Iglesia es misionera por naturaleza. Este año, nos ofrece la ocasión de conmemorar algunas fechas relevantes para la vida y la misión de la Iglesia: la fundación hace 400 años de la Congregación de Propaganda Fide —hoy, para la Evangelización de los Pueblos— y de la Obra de la Propagación de la Fe, hace 200 años, que, junto a la Obra de la Santa Infancia y a la Obra de San Pedro Apóstol, obtuvieron hace 100 años el reconocimiento de “Pontificias”.

Detengámonos en estas tres expresiones claves que resumen los tres fundamentos de la vida y de la misión de los discípulos: «Para que sean mis testigos», «hasta los confines de la tierra» y «el Espíritu Santo vendrá sobre ustedes y recibirán su fuerza».

1. «Para que sean mis testigos» – La llamada de todos los cristianos a dar testimonio de Cristo

Este es el punto central, el corazón de la enseñanza de Jesús a los discípulos en vista de su misión en el mundo. Todos los discípulos serán testigos de Jesús gracias al Espíritu Santo que recibirán: serán constituidos tales por gracia. Dondequiera que vayan, allí donde estén. Como Cristo es el primer enviado, es decir misionero del Padre (cf. Jn 20,21) y, en cuanto tal, su “testigo fiel” (cf. Ap 1,5), del mismo modo cada cristiano está llamado a ser misionero y testigo de Cristo. Y la Iglesia, comunidad de los discípulos de Cristo, no tiene otra misión si no la de evangelizar el mundo dando testimonio de Cristo. La identidad de la Iglesia es evangelizar.

Una lectura de conjunto más detallada nos aclara algunos aspectos siempre actuales de la misión confiada por Cristo a los discípulos: «Para que sean mis testigos». La forma plural destaca el carácter comunitario-eclesial de la llamada misionera de los discípulos. Todo bautizado está llamado a la misión en la Iglesia y bajo el mandato de Iglesia. La misión por tanto se realiza de manera conjunta, no individualmente, en comunión con la comunidad eclesial y no por propia iniciativa. Y si hay alguno que en una situación muy particular lleva adelante la misión evangelizadora solo, él la realiza y deberá realizarla siempre en comunión con la Iglesia que lo ha enviado. Como enseñaba san Pablo VI en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, documento que aprecio mucho: «Evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino profundamente eclesial. Cuando el más humilde predicador, catequista o Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un acto de Iglesia y su gesto se enlaza mediante relaciones institucionales ciertamente, pero también mediante vínculos invisibles y raíces escondidas del orden de la gracia, a la actividad evangelizadora de toda la Iglesia» (n. 60). En efecto, no es casual que el Señor Jesús haya enviado a sus discípulos en misión de dos en dos; el testimonio que los cristianos dan de Cristo tiene un carácter sobre todo comunitario. Por eso la presencia de una comunidad, incluso pequeña, para llevar adelante la misión tiene una importancia esencial.

En segundo lugar, a los discípulos se les pide vivir su vida personal en clave de misión. Jesús los envía al mundo no sólo para realizar la misión, sino también y sobre todo para vivir la misión que se les confía; no sólo para dar testimonio, sino también y sobre todo para ser sus testigos. Como dice el apóstol Pablo con palabras muy conmovedoras: «Siempre y en todas partes llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4,10). La esencia de la misión es dar testimonio de Cristo, es decir, de su vida, pasión, muerte y resurrección, por amor al Padre y a la humanidad. No es casual que los Apóstoles hayan buscado al sustituto de Judas entre aquellos que, como ellos, fueron “testigos de la resurrección” (cf. Hch 1,22). Es Cristo, Cristo resucitado, a quien debemos testimoniar y cuya vida debemos compartir. Los misioneros de Cristo no son enviados a comunicarse a sí mismos, a mostrar sus cualidades o capacidades persuasivas o sus dotes de gestión, sino que tienen el altísimo honor de ofrecer a Cristo en palabras y acciones, anunciando a todos la Buena Noticia de su salvación con alegría y franqueza, como los primeros apóstoles.

Por eso, en definitiva, el verdadero testigo es el “mártir”, aquel que da la vida por Cristo, correspondiendo al don de sí mismo que Él nos hizo. «La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más» (Exhort. apEvangelii gaudium, 264).

En fin, a propósito del testimonio cristiano, permanece siempre válida la observación de san Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 41). Por eso, para la trasmisión de la fe es fundamental el testimonio de vida evangélica de los cristianos. Por otra parte, sigue siendo necesaria la tarea de anunciar su persona y su mensaje. Efectivamente, el mismo Pablo VI prosigue diciendo: «Sí, es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un mensaje. […] La palabra permanece siempre actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios. Por esto conserva también su actualidad el axioma de san Pablo: “la fe viene de la audición” (Rm 10,17), es decir, es la Palabra oída la que invita a creer» (ibíd., 42).

En la evangelización, por tanto, el ejemplo de vida cristiana y el anuncio de Cristo van juntos; uno sirve al otro. Son dos pulmones con los que debe respirar toda comunidad para ser misionera. Este testimonio completo, coherente y gozoso de Cristo será ciertamente la fuerza de atracción para el crecimiento de la Iglesia incluso en el tercer milenio. Exhorto por tanto a todos a retomar la valentía, la franqueza, esa parresia de los primeros cristianos, para testimoniar a Cristo con palabras y obras, en cada ámbito de la vida.

2. «Hasta los confines de la tierra» – La actualidad perenne de una misión de evangelización universal

Exhortando a los discípulos a ser sus testigos, el Señor resucitado les anuncia adónde son enviados: “a Jerusalén, a toda Judea, a Samaría y hasta los confines de la tierra” (cf. Hch 1,8). Aquí surge evidente el carácter universal de la misión de los discípulos. Se pone de relieve el movimiento geográfico “centrífugo”, casi a círculos concéntricos, de Jerusalén, considerada por la tradición judía como el centro del mundo, a Judea y Samaría, y hasta “los confines de la tierra”. No son enviados a hacer proselitismo, sino a anunciar; el cristiano no hace proselitismo. Los Hechos de los Apóstoles nos narran este movimiento misionero que nos da una hermosa imagen de la Iglesia “en salida” para cumplir su vocación de testimoniar a Cristo Señor, guiada por la Providencia divina mediante las concretas circunstancias de la vida. Los primeros cristianos, en efecto, fueron perseguidos en Jerusalén y por eso se dispersaron en Judea y Samaría, y anunciaron a Cristo por todas partes (cf. Hch 8,1.4).

Algo parecido sucede también en nuestro tiempo. A causa de las persecuciones religiosas y situaciones de guerra y violencia, muchos cristianos se han visto obligados a huir de su tierra hacia otros países. Estamos agradecidos con estos hermanos y hermanas que no se cierran en el sufrimiento, sino que dan testimonio de Cristo y del amor de Dios en los países que los acogen. A esto los exhortaba san Pablo VI considerando «la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los reciben» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 21). Experimentamos, en efecto, cada vez más, cómo la presencia de fieles de diversas nacionalidades enriquece el rostro de las parroquias y las hace más universales, más católicas. En consecuencia, la atención pastoral de los migrantes es una actividad misionera que no hay que descuidar, que también podrá ayudar a los fieles locales a redescubrir la alegría de la fe cristiana que han recibido.

La indicación “hasta los confines de la tierra” deberá interrogar a los discípulos de Jesús de todo tiempo y los debe impulsar a ir siempre más allá de los lugares habituales para dar testimonio de Él. A pesar de todas las facilidades que el progreso de la modernidad ha hecho posible, existen todavía hoy zonas geográficas donde los misioneros, testigos de Cristo, no han llegado con la Buena Noticia de su amor. Por otra parte, ninguna realidad humana es extraña a la atención de los discípulos de Cristo en su misión. La Iglesia de Cristo era, es y será siempre “en salida” hacia nuevos horizontes geográficos, sociales y existenciales, hacia lugares y situaciones humanas “límites”, para dar testimonio de Cristo y de su amor a todos los hombres y las mujeres de cada pueblo, cultura y condición social. En este sentido, la misión también será siempre missio ad gentes, como nos ha enseñado el Concilio Vaticano II, porque la Iglesia siempre debe ir más lejos, más allá de sus propios confines, para anunciar el amor de Cristo a todos. A este respecto, quisiera recordar y agradecer a tantos misioneros que han gastado su vida para ir “más allá”, encarnando la caridad de Cristo hacia los numerosos hermanos y hermanas que han encontrado.

3. «El Espíritu Santo vendrá sobre ustedes y recibirán su fuerza» – Dejarse fortalecer y guiar por el Espíritu

Cristo resucitado, al anunciar a los discípulos la misión de ser sus testigos, les prometió también la gracia para una responsabilidad tan grande: «El Espíritu Santo vendrá sobre ustedes y recibirán su fuerza para que sean mis testigos» (Hch 1,8). Efectivamente, según el relato de los Hechos, fue inmediatamente después de la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesús cuando por primera vez se dio testimonio de Cristo muerto y resucitado con un anuncio kerigmático, el denominado discurso misionero de san Pedro a los habitantes de Jerusalén. Así los discípulos de Jesús, que antes eran débiles, temerosos y cerrados, dieron inicio al periodo de la evangelización del mundo. El Espíritu Santo los fortaleció, les dio valentía y sabiduría para testimoniar a Cristo delante de todos.

Así como «nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no está movido por el Espíritu Santo» (1 Co 12,3), tampoco ningún cristiano puede dar testimonio pleno y genuino de Cristo el Señor sin la inspiración y el auxilio del Espíritu. Por eso todo discípulo misionero de Cristo está llamado a reconocer la importancia fundamental de la acción del Espíritu, a vivir con Él en lo cotidiano y recibir constantemente su fuerza e inspiración. Es más, especialmente cuando nos sintamos cansados, desanimados, perdidos, acordémonos de acudir al Espíritu Santo en la oración, que —quiero decirlo una vez más— tiene un papel fundamental en la vida misionera, para dejarnos reconfortar y fortalecer por Él, fuente divina e inextinguible de nuevas energías y de la alegría de compartir la vida de Cristo con los demás. «Recibir el gozo del Espíritu Santo es una gracia. Y es la única fuerza que podemos tener para predicar el Evangelio, para confesar la fe en el Señor» (Mensaje a las Obras Misionales Pontificias, 21 mayo 2020). El Espíritu es el verdadero protagonista de la misión, es Él quien da la palabra justa, en el momento preciso y en el modo apropiado.

También queremos leer a la luz de la acción del Espíritu Santo los aniversarios misioneros de este año 2022. La institución de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, en 1622, estuvo motivada por el deseo de promover el mandato misionero en nuevos territorios. ¡Una intuición providencial! La Congregación se reveló crucial para hacer que la misión evangelizadora de la Iglesia sea realmente tal, independiente de las injerencias de los poderes mundanos, con el fin de constituir las Iglesias locales que hoy muestran tanto vigor. Deseamos que la Congregación, como en los cuatro siglos pasados, con la luz y la fuerza del Espíritu, continúe e intensifique su trabajo de coordinar, organizar y animar la actividad misionera de la Iglesia.

El mismo Espíritu que guía la Iglesia universal, inspira también a hombres y mujeres sencillos para misiones extraordinarias. Y fue así como una joven francesa, Paulina Jaricot, fundó hace exactamente 200 años la Obra de la Propagación de la Fe; su beatificación se celebra en este año jubilar. Aun en condiciones precarias, ella acogió la inspiración de Dios para poner en movimiento una red de oración y colecta para los misioneros, de modo que los fieles pudieran participar activamente en la misión “hasta los confines de la tierra”. De esta genial idea nació la Jornada Mundial de las Misiones que celebramos cada año, y cuya colecta en todas las comunidades está destinada al fondo universal con el cual el Papa sostiene la actividad misionera.

En este contexto recuerdo además al obispo francés Charles de Forbin-Janson, que comenzó la Obra de la Santa Infancia para promover la misión entre los niños con el lema “Los niños evangelizan a los niños, los niños rezan por los niños, los niños ayudan a los niños de todo el mundo”; así como a la señora Jeanne Bigard, que dio vida a la Obra de San Pedro Apóstol para el sostenimiento de los seminaristas y de los sacerdotes en tierra de misión. Estas tres obras misionales fueron reconocidas como “pontificias” precisamente cien años atrás. Y fue también bajo la inspiración y guía del Espíritu Santo que el beato Pablo Manna, nacido hace 150 años, fundó la actual Pontificia Unión Misional para animar y sensibilizar hacia la misión a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, y a todo el Pueblo de Dios. El mismo Pablo VI formó parte de esta última Obra y confirmó el reconocimiento pontificio. Menciono estas cuatro Obras Misionales Pontificias por sus grandes méritos históricos y también para invitarlos a alegrarse con ellas en este año especial por las actividades que llevan adelante para sostener la misión evangelizadora de la Iglesia universal y de las Iglesias locales. Espero que las Iglesias locales puedan encontrar en estas Obras un sólido instrumento para alimentar el espíritu misionero en el Pueblo de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, sigo soñando con una Iglesia totalmente misionera y una nueva estación de la acción misionera en las comunidades cristianas. Y repito el deseo de Moisés para el pueblo de Dios en camino: «¡Ojalá todo el pueblo de Dios profetizara!» (Nm 11,29). Sí, ojalá todos nosotros fuéramos en la Iglesia lo que ya somos en virtud del bautismo: profetas, testigos y misioneros del Señor. Con la fuerza del Espíritu Santo y hasta los confines de la tierra. María, Reina de las misiones, ruega por nosotros.

Roma, San Juan de Letrán, 6 de enero de 2022, Epifanía del Señor.

Francisco














 

Carta del Obispo con ocasión del DOMUND 2022 

Queridos hermanos y hermanas:

El próximo 23 de octubre celebraremos la jornada mundial de las misiones, el DOMUND. Con este motivo, el Papa Francisco recuerda que el Espíritu inspira a «hombres y mujeres sencillos para misiones extraordinarias” (Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2022, 3).

Las OMP han estado este año insistiendo en los fundadores de la institución, mujeres y hombres que fueron testigos que pusieron en marcha cada una de las cuatro Obras Misionales Pontificias. Este 2022, verdadero año jubilar, conmemoramos los 400 años de la Congregación de Propaganda Fide (hoy Evangelización de los pueblos); los 200 años de la Obra de la Propagación de la Fe, junto a la Obra de la Santa Infancia; y los 100 años de la Obra de San Pedro Apóstol y el reconocimiento como «pontificias» de estas obras.

En los fundadores de las OMP, como en cualquier discípulo que quiera seguir a Jesús de cerca, identifica el Papa los tres fundamentos de su vida y de su misión, recogidos en el texto de los Hechos de los Apóstoles: “Para que sean mis testigos (…) hasta el confín de la tierra» y «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros» (cf. Hch 1, 8).

Ser testigo es a lo que está llamado cada cristiano, porque la Iglesia, como dice el Papa Francisco: «no tiene otra misión sino la de evangelizar el mundo dando testimonio de Cristo. La identidad de la Iglesia es evangelizar» (Ibidem, 1). La expresión «hasta los confines de la tierra» es un cuestionamiento a todo discípulo para «ir siempre más allá de los lugares habituales para dar testimonio de Él» (Ibidem, 2), porque «ninguna realidad humana es extraña a la atención de los discípulos de Cristo en su misión» (Ibidem). Y todo ello sabiendo que «el Espíritu es el verdadero protagonista de la misión, es Él quien da la palabra justa, en el momento preciso y en el modo apropiado» (Ibidem, 3) y es, también, como nos recordaba el Santo Padre, «la única fuerza que podemos tener para predicar el Evangelio, para confesar la fe en el Señor» (Mensaje a las Obras Misionales Pontificias, 21-V- 2020).

También hoy la Iglesia necesita testigos que anuncien el Evangelio ante un mundo cada día más secularizado y que busca referentes ilusionantes. Nuestra diócesis, que empieza a sentir los estragos de una sociedad que organiza la vida desde referentes no cristianos, necesita seguir abriéndose al Espíritu, que le dé fuerzas e ilusión para seguir presentando una «Buena Noticia» que siga siendo fortaleza para una sociedad que tiene que buscar fundamentos firmes. En un mundo que relativiza los valores en función de la inmediatez, y que se esfuerza por hacer de nuestro compromiso religioso algo privado o folclórico, toca ser testigos del Resucitado a tiempo y destiempo, incluso desde el no reconocimiento social.

El mes de octubre, mes misionero por antonomasia, nos invita a continuar trabajando la sensibilidad de una Iglesia que tiene que seguir respondiendo al mandato de ir y anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15). Pidámoslo así por intercesión de María.

Con afecto os saludo y bendigo.

+ Santiago Gómez Sierra,
Obispo de Huelva



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SANTORAL DE HOY



Elogio: San Juan de Capistrano, presbítero de la Orden de Hermanos Menores, que luchó en favor de la disciplina regular, estuvo al servicio de la fe y costumbres católicas en casi toda Europa, y con sus exhortaciones y plegarias mantuvo el fervor del pueblo fiel, defendiendo también la libertad de los cristianos. En la localidad de Ujlak, junto al Danubio, en el reino de Hungría, descansó en el Señor.

Patronazgos: patrono de los capellanes militares.

Refieren a este santo: Beato Antonio Bonfadini, San Jacobo de la Marca, Beato Tomás de Florencia Bellaci.

Otros santos de este día:

   Santos Servando y Germán, mártires  

Cerca de Gades, en la provincia hispánica de Bética, santos Servando y Germán, mártires en la persecución bajo el emperador Diocleciano.

   Santos Juan y Jacobo, mártires

En Persia, los santos mártires Juan, obispo, y Jacobo, presbítero, que fueron encarcelados durante el reinado de Sapor II y al cabo de un año consumaron su lucha muertos a espada.

   San Teodoreto, presbítero y mártir

En Antioquía de Siria, san Teodoreto, presbítero y mártir, que, según narra la tradición, fue apresado por Juliano el Apóstata, regente de Oriente, y, por persistir en la confesión de la fe cristiana, fue martirizado.

   San Severino de Colonia, obispo  

En la ciudad de Colonia, en Germania, conmemoración de san Severino, obispo, digno de alabanza por sus virtudes.

   San Severino Boecio, mártir  

En Pavía, en la Liguria, conmemoración de san Severino Boecio, mártir, insigne por su ciencia y sus escritos, que estando encarcelado compuso un tratado sobre la consolación de la filosofía, y sirvió a Dios con fidelidad hasta la muerte que le infligió el rey Teodorico.

   San Juan de Siracusa, obispo

En Siracusa, ciudad de Sicilia, san Juan, obispo, de quien el papa san Gregorio I Magno alabó las costumbres, la justicia, la sabiduría, el modo de aconsejar y el cuidado de los bienes de la Iglesia.

   San Román de Rouen, obispo  

En Rouen, de Neustria, san Román, obispo, que abatió los símbolos de los paganos que eran aún venerados en su ciudad, convenció a los buenos a mejorar y a los malos a abandonar su conducta.

   San Benito de Herbauge, presbítero

En la región de Herbauge, cerca de Poitiers, en Aquitania, de la Galia, san Benito, presbítero.

   San Ignacio de Constantinopla, obispo y confesor  

En Constantinopla, san Ignacio, obispo, que, por haber reprendido al césar Bardas por el repudio de su legítima esposa, fue objeto de injurias y desterrado. Restituido a su sede por intervención del papa san Nicolás I, descansó en la paz del Señor.

   Santa Etelfleda, abadesa

En Rumsey, en Inglaterra, santa Etelfleda, que. aún adolescente, se consagró al Señor en el monasterio fundado por su padre Etelwodo y, elegida abadesa, lo gobernó durante largos años hasta su muerte.

   San Alucio, laico  

En Campugliano, de la Toscana, san Alucio, pacífico hacedor del bien hacia los pobres y peregrinos, y liberador de cautivos.

   Beato Juan Bono, eremita  

En Mantua, ciudad de la Lombardía, beato Juan Bono, eremita, que siendo joven abandonó a su madre y vagó por diversas partes de Italia, haciendo de malabarista y comediante. A los cuarenta años, con motivo de una enfermedad, prometió a Dios abandonar el mundo para darse a Cristo y a la Iglesia en el amor y la penitencia, para lo cual fundó una congregación a la que dio la Regla de san Agustín.

   Beato Juan Ángel Porro, religioso presbítero  

En Milán, también de la Lombardía, beato Juan Ángel Porro, presbítero de la Orden de los Siervos de María, que, siendo prior del convento, todos los días festivos estaba en la puerta de la iglesia, o recorría las calles, para reunir a los niños y enseñarles la doctrina cristiana.

   Beato Tomás Thwing, presbítero y mártir

En York, en Inglaterra, beato Tomás Thwing, presbítero y mártir, que, acusado falsamente de conspiración, alcanzó la palma del martirio al ser ahorcado y descuartizado, por orden del rey Carlos II.

   Beatas María Clotilde Ángela de San Francisco de Borgia Paillot y sus cinco compañeras, vírgenes y mártires  

En Valenciennes, en Francia, beatas María Clotilde Angela de San Francisco de Borgia (Clotilde Josefa) Paillot y sus cinco compañeras, vírgenes y mártires, que durante la Revolución Francesa, por estar consagradas a Dios fueron condenadas a muerte, y en presencia del pueblo subieron al patíbulo serenamente. Sus nombres son: Beatas María Escolástica Josefa de San Jacobo (María Margarita Josefa) Leroux y María Córdula Josefa de Santo Domingo (Juana Ludovica) Barré, de la Orden de las Ursulinas; Josefina (Ana Josefa) Leroux, de la Orden de las Clarisas; María Francisca (María Lievina) Lacroix y Ana Maria (María Augustina) Erraux, de la Orden de Santa Brigida.

   San Pablo Tong Viet Buong, mártir  

En la ciudad de Tho-Duc, en Annam san Pablo Tong Viet Buong, mártir, que, siendo soldado, sufrió la muerte por Cristo en tiempo del emperador Minh Mang.

   Beato Arnoldo Rèche, religioso  

En Reims, en Francia, beato Arnoldo (Julio Nicolás) Rèche, hermano del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, que, dócil a la acción del Espíritu Santo, se entregó por completo a la formación de los jóvenes en su condición de maestro, mostrándose igualmente asiduo a la oración.

   Beatos Ildefonso García y cinco compañeros, mártires

En Ciudad Real, en España, beatos mártires Ildefonso García Nozal y Justiniano Cuesta Redondo, presbíteros, y Eufrasio de Celis Santos, Honorino Carracedo Ramos, Tomás Cuartero Gascón y José María Cuartero Gascón, religiosos de la Congregación de la Pasión, que por Cristo y por la Iglesia fueron fusilados durante la persecución religiosa.

   Beato Leonardo Olivera Buera, presbítero y mártir  

En la localidad de El Saler, de la provincia de Valencia, también en España, beato Leonardo Olivera Buera, presbítero y mártir, que en la misma persecución religiosa alcanzó el premio eterno al imitar la pasión de Cristo.

   Beatos Ambrosio León Lorente Vicente y dos compañeros, religiosos mártires  

En la aldea de Benimaclet, también en la región valenciana, en España, beatos Ambrosio León (Pedro) Lorente Vicente, Florencio Martín (Álvaro) Ibáñez Lázaro y Honorato (Andrés) Zorraquino Herrero, religiosos del Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y mártires, que durante la misma persecución derramaron su sangre por Cristo.


LITURGIA DE HOY

Misa del Domingo (verde).

MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. dominical.

LECC.: vol. I (C).

- Eclo 35, 12-14. 16-19a. La oración del humilde atraviesa las nubes.
- Sal 33. R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
- 2 Tim 4, 6-8. 16-18. Me está reservada la corona de la justicia.
- Lc 18, 9-14. El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no.

La liturgia de hoy nos ofrece elementos que nos orientan hacia la meditación en la vida eterna y el fin de los tiempos. En la oración colecta pedimos conseguir las promesas del Señor, amando sus preceptos. Así lo expresa también la 2 lect. con estas palabras de san Pablo: «He luchado el noble combate […]. Me está reservada la corona de la justicia». Y la celebración de la eucaristía es ya el comienzo y el anticipo de la vida eterna (cf. orac. después de la comunión). Pero, siendo esto así, nadie puede presumir de tenerla segura, ya que es un don de Dios que debemos pedir con humildad, puesto que solo Dios es santo y nosotros somos unos pobres pecadores. Olvidarlo nos llevaría a la soberbia espiritual de despreciar a los demás, actitud denunciada por Jesús en el Ev. de hoy: el publicano bajó a su casa justificado; el fariseo no.

JORNADA MUNDIAL Y COLECTA POR LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS (pontificia: OMP). Liturgia del día (puede usarse el formulario «Por la evangelización de los pueblos», cf. OGMR, 373), alusión en la mon. de entrada y en la hom., intención en la orac. univ., colecta.

Liturgia de las Horas: oficio dominical. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elogs. del 24 de octubre, pág. 630.


Antífona de entrada Sal 104, 3-4

Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro.

Monición de entrada

Nos ha convocado el Señor para la celebración de la eucaristía en el día del Señor y el día de la Iglesia. Una vez más llega hasta nosotros el mensaje de su infinita misericordia. El conoce lo que hay en el interior de nuestro corazón y, ante nuestra sincera actitud de humildad y nuestra sincera petición de perdón, renueva siempre su propuesta de amor y misericordia para con todos nosotros.

 

Acto penitencial

- Tú, que estás cerca de los atribulados: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú, que salvas a los abatidos: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, que nos libras de nuestras angustias: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.

 

Se dice Gloria.


Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno,
aumenta nuestra fe, esperanza y caridad,
y, para que merezcamos conseguir lo que prometes,
concédenos amar tus preceptos.
Por nuestro Señor Jesucristo.


LECTURAS DE LA MISA


PRIMERA LECTURA
La oración del humilde atraviesa las nubes

Lectura del libro del Eclesiástico (Eclo 35, 12-14. 16-18)

EL SEÑOR es juez,
y para él no cuenta el prestigio de las personas.
Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre,

sino que escucha la oración del oprimido.
No desdeña la súplica del huérfano,
ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.
Quien sirve de buena gana, es bien aceptado,
y su plegaria sube hasta las nubes.
La oración del humilde atraviesa las nubes,
y no se detiene hasta que alcanza su destino.
No desiste hasta que el Altísimo lo atiende,
juzga a los justos y les hace justicia.
El Señor no tardará.

 

Palabra de Dios.

R. Te alabamos, Señor.

 

SALMO RESPONSORIAL (Sal 33, 2-3. 17-18. 19 y 23 [R.: 7ab])

R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

V. Bendigo al Señor en todo momento,

su alabanza está siempre en mi boca;

mi alma se gloría en el Señor:

que los humildes lo escuchen y se alegren.

R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

 

V. El Señor se enfrenta con los malhechores,

para borrar de la tierra su memoria.

Cuando uno grita, el Señor lo escucha

y lo libra de sus angustias.

R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

 

V. El Señor está cerca de los atribulados,

salva a los abatidos.

El Señor redime a sus siervos,

no será castigado quien se acoge a él.

R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.

 

SEGUNDA LECTURA

Me está reservada la corona de la justicia

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo (2 Tim 4, 6-8. 16-18)

 

QUERIDO HERMANO:
Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.
En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!
Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

 

Palabra de Dios.

R. Te alabamos, Señor.

 

Aleluya 2 Co 5, 19ac

R. Aleluya, aleluya, aleluya.

V. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. R.

 

EVANGELIO

El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo, no

╬ Lectura del santo Evangelio según San Lucas (Lc 18, 9-14)

R. Gloria a ti, Señor.

 

EN AQUEL TIEMPO, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

 

Palabra del Señor.

R. Gloria a ti, Señor Jesús.


PAPA FRANCISCO

Clausura del Sínodo

Homilía. XXX Domingo del Tiempo Ordinario, 27 de octubre de 2019

La Palabra de Dios nos ayuda hoy a rezar mediante tres personajes: en la parábola de Jesús rezan el fariseo y el publicano, en la primera lectura se habla de la oración del pobre.
1. La oración del fariseo comienza así: Oh Dios, te agradezco. Es un buen inicio, porque la mejor oración es la de acción de gracias, es la de alabanza. Pero enseguida vemos el motivo de ese agradecimiento: porque no soy como los demás hombres (Lc 18, 11). Y, además, explica el motivo: porque ayuna dos veces a la semana, cuando entonces la obligación era una vez al año; paga el diezmo de todo lo que tiene, cuando lo establecido era sólo en base a los productos más importantes (cf. Dt 14, 22 ss.). En definitiva, presume porque cumple unos preceptos particulares de manera óptima. Pero olvida el más grande: amar a Dios y al prójimo (cf. Mt 22, 36-40). Satisfecho de su propia seguridad, de su propia capacidad de observar los mandamientos, de los propios méritos y virtudes, sólo está centrado en sí mismo. El drama de este hombre es que no tiene amor. Pero, como dice san Pablo, incluso lo mejor, sin amor, no sirve de nada (cf. 1Co 13). Y sin amor, cuál es el resultado? Que al final, más que rezar, se elogia a sí mismo. De hecho, no le pide nada al Señor, porque no siente que tiene necesidad o que debe algo, sino que cree que se le debe a él. Está en el templo de Dios, pero practica otra religión, la religión del yo. Y tantos grupos "ilustrados", "cristianos católicos", van por este camino.
Y además de olvidar a Dios, olvida al prójimo, es más, lo desprecia. Es decir, para él no tiene un precio, no tiene un valor. Se considera mejor que los demás, a quienes llama, literalmente, "los demás, el resto" ("loipoi", Lc 18, 11). Son "el resto", son los descartados de quienes hay que mantenerse a distancia. Cuántas veces vemos que se cumple esta dinámica en la vida y en la historia! Cuántas veces quien está delante, como el fariseo respecto al publicano, levanta muros para aumentar las distancias, haciendo que los demás estén más descartados aún. O también considerándolos inferiores y de poco valor, desprecia sus tradiciones, borra su historia, ocupa sus territorios, usurpa sus bienes. Cuánta presunta superioridad que, también hoy se convierte en opresión y explotación lo hemos visto en el Sínodo cuando hablábamos de la explotación de la creación, de la gente, de los habitantes de la Amazonía, de la trata de personas, del comercio de las personas! Los errores del pasado no han bastado para dejar de expoliar y causar heridas a nuestros hermanos y a nuestra hermana tierra: lo hemos visto en el rostro desfigurado de la Amazonia. La religión del yo sigue, hipócrita con sus ritos y "oraciones" tantos son católicos, se confiesan católicos, pero se han olvidado de ser cristianos y humanos, olvidando que el verdadero culto a Dios pasa a través del amor al prójimo. También los cristianos que rezan y van a Misa el domingo están sujetos a esta religión del yo. Podemos mirarnos dentro y ver si también nosotros consideramos a alguien inferior, descartable, aunque sólo sea con palabras. Recemos para pedir la gracia de no considerarnos superiores, de creer que tenemos todo en orden, de no convertirnos en cínicos y burlones. Pidamos a Jesús que nos cure de hablar mal y lamentarnos de los demás, de despreciar a nadie: son cosas que no agradan a Dios. Y hoy providencialmente nos acompañan en esta Misa no solo los indígenas de la Amazonía: también los más pobres de las sociedades desarrolladas, los hermanos y hermanas enfermos de la Comunidad del Arca. Están con nosotros, en primera fila.
2. Pasamos a la otra oración. La oración del publicano, en cambio, nos ayuda a comprender qué es lo que agrada a Dios. Él no comienza por sus méritos, sino por sus faltas; ni por sus riquezas, sino por su pobreza. No se trata de una pobreza económica los publicanos eran ricos e incluso ganaban injustamente, a costa de sus connacionales sino que siente una pobreza de vida, porque en el pecado nunca se vive bien. Ese hombre que se aprovecha de los demás se reconoce pobre ante Dios y el Señor escucha su oración, hecha sólo de siete palabras, pero también de actitudes verdaderas. En efecto, mientras el fariseo está delante en pie (cf. v. 11), el publicano permanece a distancia y "no se atreve ni a levantar los ojos al cielo", porque cree que el cielo existe y es grande, mientras que él se siente pequeño. Y "se golpea el pecho" (cf. v. 13), porque en el pecho está el corazón. Su oración nace precisamente del corazón, es transparente; pone delante de Dios el corazón, no las apariencias. Rezar es dejar que Dios nos mire por dentro es Dios el que me mira cuando rezo, sin fingimientos, sin excusas, sin justificaciones. Muchas veces nos hacen reír los arrepentimientos llenos de justificaciones. Más que un arrepentimiento parece una autocanonización. Porque del diablo vienen la opacidad y la falsedad estas son las justificaciones, de Dios la luz y la verdad, la trasparencia de mi corazón. Queridos Padres y Hermanos sinodales: Ha sido hermoso y les estoy muy agradecido, por haber dialogado durante estas semanas con el corazón, con sinceridad y franqueza, exponiendo ante Dios y los hermanos las dificultades y las esperanzas.
Hoy, mirando al publicano, descubrimos de nuevo de dónde tenemos que volver a partir: del sentirnos necesitados de salvación, todos. Es el primer paso de la religión de Dios, que es misericordia hacia quien se reconoce miserable. En cambio, la raíz de todo error espiritual, como enseñaban los monjes antiguos, es creerse justos. Considerarse justos es dejar a Dios, el único justo, fuera de casa. Es tan importante esta actitud de partida que Jesús nos lo muestra con una comparación paradójica, poniendo juntos en la parábola a la persona más piadosa y devota de aquel tiempo, el fariseo, y al pecador público por excelencia, el publicano. Y el juicio se invierte: el que es bueno pero presuntuoso fracasa; a quien es desastroso pero humilde Dios lo exalta. Si nos miramos por dentro con sinceridad, vemos en nosotros a los dos, al publicano y al fariseo. Somos un poco publicanos, por pecadores, y un poco fariseos, por presuntuosos, capaces de justificarnos a nosotros mismos, campeones en justificarnos deliberadamente. Con los demás, a menudo funciona, pero con Dios no. Con Dios el maquillaje no funciona. Recemos para pedir la gracia de sentirnos necesitados de misericordia, interiormente pobres. También para eso nos hace bien estar a menudo con los pobres, para recordarnos que somos pobres, para recordarnos que sólo en un clima de pobreza interior actúa la salvación de Dios.
3. Llegamos así a la oración del pobre, de la primera lectura. Esta, dice el Eclesiástico, atraviesa las nubes (Si 35, 17). Mientras la oración de quien presume ser justo se queda en la tierra, aplastada por la fuerza de gravedad del egoísmo, la del pobre sube directamente hacia Dios. El sentido de la fe del Pueblo de Dios ha visto en los pobres "los porteros del cielo": ese sensus fidei que faltaba en la declaración [del fariseo]. Ellos son los que nos abrirán, o no, las puertas de la vida eterna; precisamente ellos que no se han considerado como dueños en esta vida, que no se han puesto a sí mismos antes que a los demás, que han puesto sólo en Dios su propia riqueza. Ellos son iconos vivos de la profecía cristiana.
En este Sínodo hemos tenido la gracia de escuchar las voces de los pobres y de reflexionar sobre la precariedad de sus vidas, amenazadas por modelos de desarrollo depredadores. Y, sin embargo, aun en esta situación, muchos nos han testimoniado que es posible mirar la realidad de otro modo, acogiéndola con las manos abiertas como un don, habitando la creación no como un medio para explotar sino como una casa que se debe proteger, confiando en Dios. Él es Padre y, dice también el Eclesiástico, escucha la oración del oprimido (v. 16). Y cuántas veces, también en la Iglesia, las voces de los pobres no se escuchan, e incluso son objeto de burlas o son silenciadas por incómodas. Recemos para pedir la gracia de saber escuchar el grito de los pobres: es el grito de esperanza de la Iglesia. El grito de los pobres es el grito de esperanza de la Iglesia. Haciendo nuestro su grito, también nuestra oración, estamos seguros, atravesará las nubes.


Audiencia general, Miércoles, 3 de enero de 2018.

El acto penitencial.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Retomando las catequesis sobre la celebración eucarística, consideramos hoy, en nuestro contexto de los ritos de introducción, el acto penitencial. En su sobriedad, esto favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo delante de Dios y de los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, está dirigida a toda la comunidad en oración, porque todos somos pecadores. ¿Qué puede donar el Señor a quien tiene ya el corazón lleno de sí, del propio éxito? Nada, porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, lleno como está de su presunta justicia. Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solamente el segundo –el publicano– vuelve a casa justificado, es decir perdonado (cf. Lc 18, 9-14). Quien es consciente de las propias miserias y baja los ojos con humildad, siente posarse sobre sí la mirada misericordiosa de Dios. Sabemos por experiencia que solo quien sabe reconocer los errores y pedir perdón recibe la comprensión y el perdón de los otros. Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos son distantes de los pensamientos divinos, que nuestras palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, guiadas por elecciones contrarias al Evangelio. Por eso, al principio de la misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos «que ha pecado en pensamiento, palabras, obra y omisión». Sí, también en omisión, o sea, que he dejado de hacer el bien que habría podido hacer. A menudo nos sentimos buenos porque –decimos– «no he hecho mal a nadie». En realidad, no basta con hacer el mal al prójimo, es necesario elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen testimonio de que somos discípulos de Jesús. Está bien subrayar que confesamos tanto a Dios como a los hermanos ser pecadores: esto nos ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta la relación con Dios y corta la relación con los hermanos, la relación en la familia, en la sociedad, en la comunidad: El pecado corta siempre, separa, divide.
Las palabras que decimos con la boca están acompañadas del gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por mi culpa, y no por la de otros. Sucede a menudo que, por miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitir ser culpables, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios pecados. Yo recuerdo una anécdota, que contaba un viejo misionero, de una mujer que fue a confesarse y empezó a decir los errores del marido; después pasó a contar los errores de la suegra y después los pecados de los vecinos. En un momento dado, el confesor dijo: «Pero, señora, dígame, ¿ha terminado? – Muy bien: usted ha terminado con los pecados de los demás. Ahora empiece a decir los suyos». ¡Decir los propios pecados!
Después de la confesión del pecado, suplicamos a la beata Virgen María, los ángeles y los santos que recen por nosotros ante el Señor. También en esto es valiosa la comunión de los santos: es decir, la intercesión de estos «amigos y modelos de vida» (Prefacio del 1 de noviembre) nos sostiene en el camino hacia la plena comunión con Dios, cuando el pecado será definitivamente anulado.
Además del «Yo confieso», se puede hacer el acto penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Piedad de nosotros, Señor / Contra ti hemos pecado. / Muéstranos Señor, tu misericordia. / Y dónanos tu salvación» (cf. Sal 123, 3; Sal 85, 8; Jr 14, 20). Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua en memoria del Bautismo (cf. OGMR, 51), que cancela todos los pecados. También es posible, como parte del acto penitencial, cantar el Kyrie eléison: con una antigua expresión griega, aclamamos al Señor –Kyrios– e imploramos su misericordia (ibid., 52).
La Sagrada escritura nos ofrece luminosos ejemplos de figuras «penitentes» que, volviendo a sí mismos después de haber cometido el pecado, encuentran la valentía de quitar la máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David y a las palabras que se le atribuyen en el Salmo. «Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito» (Sal 51, 3). Pensemos en el hijo pródigo que vuelve donde su padre; o en la invocación del publicano: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18, 13). Pensemos también en san Pedro, en Zaqueo, en la mujer samaritana. Medirse con la fragilidad de la arcilla de la que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece: mientras que nos hace hacer cuentas con nuestra debilidad, nos abre el corazón a invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y esto es lo que hacemos en el acto penitencial al principio de la misa.

 

Papa Benedicto XVI
Homilía Misa conclusiva del Sínodo de Oriente Medio
Basílica Vaticana, Domingo 24 de octubre de 2010
Venerados hermanos; ilustres señores y señoras; queridos hermanos y hermanas:
(...) Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido "al templo para orar"; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18, 9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Sólo así podremos "volver a casa" verdaderamente enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del Señor.
La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. "La oración del pobre atraviesa las nubes" afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el salmista añade: "El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos" (Sal 34, 19). Tenemos presentes a tantos hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza consoladora, donde presenta la oración, personificada, que "no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia" (Si 35, 18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.
Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: "He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe" (2Tm 4, 7). Para cada uno de nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance análogo. "Pero el Señor, –prosigue san Pablo– me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles" (2Tm 4, 17). Es una palabra que resuena con especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano, especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su amor (...).



Pensamientos para el Evangelio de hoy

«No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas» (San Agustín).

«No es suficiente preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos. Pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios, así como somos» (Francisco).

«‘La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes’ (San Juan Damasceno). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,14) de un corazón humilde y contrito? (…). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un “mendigo de Dios” (San Agustín)» (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2.559).


Se dice Credo.

 

Oración de los fieles

Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. Oremos con toda confianza.
- Por la Iglesia santa, para que, por el diálogo y la caridad fraterna desaparezcan las tensiones y malentendidos que en su seno se puedan producir. Roguemos al Señor.
- Por todos los que trabajan por mejorar las condiciones de vida de los más necesitados, para que descubran en su esfuerzo la acción de Dios, que no es parcial contra el pobre. Roguemos al Señor.
- Por lo que se creen justos, para que, libres de su orgullo, reconozcan su pecado. Roguemos al Señor.
- Por nosotros aquí reunidos, para que no caigamos en la tentación de sentirnos seguros de nosotros mismos y de despreciar a los que no piensan ni se comportan como nosotros. Roguemos al Señor.


Escucha, Señor, nuestras súplicas
y ten compasión de nosotros, pecadores.
Por Jesucristo, nuestro Señor.

 

Oración sobre las ofrendas
Mira Señor, los dones que ofrecemos a tu majestad,
para que redunde en tu mayor gloria
cuanto se cumple con nuestro ministerio.
Por Jesucristo, nuestro Señor.


Prefacio X Dominical del Tiempo Ordinario
El Día del Señor

En verdad es justo bendecirte y darte gracias, Padre santo,
fuente de la verdad y de la vida,
porque nos has convocado en tu casa en este domingo.
Hoy, tu familia, reunida en la escucha de tu palabra 
y en la comunión del pan de vida único y partido,
celebra el memorial del Señor resucitado,
mientras espera el domingo sin ocaso
en el que la humanidad entrará en tu descanso.
Entonces contemplaremos tu rostro
y alabaremos por siempre tu misericordia.
Con esta gozosa esperanza,
y unidos a los ángeles y a los santos,
cantamos unánimes el himno de tu gloria:
Santo, santo Santo…


Antífona de comunión Cf. Sal 19, 6

Que nos alegremos en tu salvación y glorifiquemos el nombre de nuestro Dios.

O bien: Cf. Ef 5, 2

Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación de suave olor.

Oración después de la comunión
Que tus sacramentos, Señor,
efectúen en nosotros lo que expresan,
para que obtengamos en la realidad
lo que celebramos ahora sacramentalmente.
Por Jesucristo, nuestro Señor.


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