SANTA MARÍA, Reina
PROGRAMA PARROQUIAL:
DOMINGO, 22 DE AGOSTO
- Horario de la
parroquia: abierta de 10.00 h. a 13.30 h. y de 18.00 h. a 22.00 h.
- Eucaristía del Domingo de la XXI Semana del Tiempo Ordinario (a las 11.00 h.)
Para ver la transmisión en directo,pincha aquí
- Rezo del Santo Rosario (a las 20.00 h.) y Eucaristía II Vísperas del Domingo de la XXI Semana del Tiempo Ordinario (a las 20.30 h.)
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NOTICIAS DE ACTUALIDAD
Mensaje del Papa por 200 aniversario del nacimiento de San Andrés Kim Taegon
España: Tiempo de la Creación: Seminario episcopal sobre Ecología Integral
Sudán del Sur. En Juba, funeral de las dos religiosas asesinadas en una emboscada
del Padre Olivier Maire
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SANTORAL DE HOY
Elogio: Memoria de la Bienaventurada Virgen María, Reina, que engendró al Hijo de Dios, Príncipe de la paz, cuyo reino no tendrá fin, y que es saludada por el pueblo cristiano como Reina del cielo y Madre de misericordia.
Oración
Dios todopoderoso, que nos has dado como Madre y como Reina a la Madre de tu Unigénito, concédenos que, protegidos por su intercesión, alcancemos la gloria de tus hijos en el Reino de los Cielos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
Pincha aquí, para ver el video de la memoria de hoy de la Virgen
Otros santos de este día:
En Autun, en la Galia Lugdubense, san Simforiano, mártir, al que,
mientras era llevado al suplicio, desde la muralla de la ciudad su madre
exhortaba con estas palabras: «Hijo, hijo, Simforiano, pon tu pensamiento en
Dios vivo. Hoy no se te quita la vida, sino que se te cambia por una mejor».
En Roma, en la vía Ostiense, en el cementerio que lleva su nombre, san
Timoteo, mártir.
En Todi, de la Umbría, san Felipe Benizi, presbítero de Florencia, varón
de gran humildad y propagador de la Orden de los Siervos de María, que
consideraba a Cristo crucificado como su único libro.
En Bevagna, también en la Umbría, beato Jacobo Bianconi, presbítero de la
Orden de Predicadores, que fundó en aquel lugar un convento y refutó los
errores de los nicolaítas.
En Ocre, cerca de Fossa dell’Aquila, en el Abruzo, beato Timoteo de
Monticchio, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, insigne por la
austeridad de su vida y el fervor de su oración.
En York, en Inglaterra, beato Tomás Percy, mártir, conde de
Northumberland, que, por su fidelidad a la Iglesia de Roma, durante el reinado
de Isabel I consiguió la palma del martirio al ser decapitado.
En el mismo lugar y durante el mismo reinado, beatos Guillermo Lacey y
Ricardo Kirkman, presbíteros y mártires, que, condenados a muerte por haber
entrado en Inglaterra como sacerdotes, fueron ajusticiados en el patíbulo.
En Worchester, también en Inglaterra, san Juan Wall, presbítero de la
Orden de los Hermanos Menores y mártir, que tras haber ejercido
clandestinamente su ministerio pastoral durante más de veinte años, en tiempo
del rey Carlos II, por el hecho de ser sacerdote, fue ahorcado y después
descuartizado.
En Hereford, de nuevo en Inglaterra, en el mismo día y año, san Juan
Kemble, presbítero y mártir, que en tiempo de persecución ejerció el ministerio
pastoral durante más de cincuenta años y finalmente, ya octogenario, fue
ahorcado por ser sacerdote, consumando así el martirio.
En Ofida, en el Piceno, de Italia, beato Bernardo (Domingo) Peroni,
religioso de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, célebre por su
simplicidad de corazón, inocencia de vida y admirable caridad para con los
pobres.
En el mar frente a Rochefort, en Francia, beato Elías Leymarie de
Laroche, presbítero y mártir, que durante la Revolución Francesa, encarcelado
en una sórdida nave y cruelmente maltratado, exhaló su espíritu aquejado de enfermedad.
En la localidad de Starunya, en el territorio de Stanislaviv (hoy
Ivanofrankivsk), en Ucrania, beato Simeón Lukac, obispo y mártir, quien,
durante un gobierno hostil a la fe, ejerció clandestinamente su ministerio en
favor de la grey de católicos de rito bizantino, y con una muerte fiel proclamó
la gloria y el honor de Cristo el Señor y de Dios.
LITURGIA
DE HOY
La fe en Dios es el final de una opción libre. Es un don que el Señor nos ofrece y nosotros lo acogemos. Así aparece en la 1 lect. de hoy, cuando Josué preguntó a todas las tribus de Israel si querían servir al Señor o irse con otros dioses. Ellos contestaron que servirían al Señor porque era su Dios. Y en el Ev., cuando muchos discípulos lo abandonaron porque no aceptaban sus enseñanzas, Jesús preguntó a los Doce si también querían marcharse. Y ellos respondieron: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna». Cada domingo, en la misa, tenemos ocasión de ir alimentando nuestra fe en la liturgia de la Palabra.
Serviremos al Señor, ¡porque él es nuestro Dios!
Homilía.
Parque Fénix, Dublín. Domingo, 26 de agosto de 2018.
«Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
En la conclusión de este Encuentro Mundial de las Familias, nos reunimos
como familia alrededor de la mesa del Señor. Agradecemos al Señor por tantas
bendiciones que ha derramado en nuestras familias. Queremos comprometernos a
vivir plenamente nuestra vocación para ser, según las conmovedoras palabras de
santa Teresa del Niño Jesús, «el amor en el corazón de la Iglesia».
En este momento maravilloso de comunión entre nosotros y con el Señor, es
bueno que nos detengamos un momento para considerar la fuente de todo lo bueno
que hemos recibido. En el Evangelio de hoy, Jesús revela el origen de estas
bendiciones cuando habla a sus discípulos. Muchos de ellos estaban desolados,
confusos y también enfadados, debatiendo sobre aceptar o no sus "palabras
duras", tan contrarias a la sabiduría de este mundo. Como respuesta, el
Señor les dice directamente: «Las palabras que os he dicho son espíritu y vida»
(Jn 6, 63).
Estas palabras, con su promesa del don del Espíritu Santo, rebosan de
vida para nosotros que las acogemos desde la fe. Ellas indican la fuente última
de todo el bien que hemos experimentado y celebrado aquí en estos días: el
Espíritu de Dios, que sopla constantemente vida nueva en el mundo, en los
corazones, en las familias, en los hogares y en las parroquias. Cada nuevo día
en la vida de nuestras familias y cada nueva generación trae consigo la promesa
de un nuevo Pentecostés, un Pentecostés doméstico, una nueva efusión del
Espíritu, el Paráclito, que Jesús nos envía como nuestro Abogado, nuestro
Consolador y quien verdaderamente nos da valentía.
Cuánta necesidad tiene el mundo de este aliento que es don y promesa de
Dios. Como uno de los frutos de esta celebración de la vida familiar, que
podáis regresar a vuestros hogares y convertiros en fuente de ánimo para los
demás, para compartir con ellos "las palabras de vida eterna" de
Jesús. Vuestras familias son un lugar privilegiado y un importante medio para
difundir esas palabras como "buena noticia" para todos, especialmente
para aquellos que desean dejar el desierto y la "casa de esclavitud"
(cf. Jos 24, 17) para ir hacia la tierra prometida de la esperanza y de la
libertad.
En la segunda lectura de hoy, san Pablo nos dice que el matrimonio es una
participación en el misterio de la fidelidad eterna de Cristo a su esposa, la
Iglesia (cf. Ef 5, 32). Pero esta enseñanza, aunque magnífica, tal vez pueda
parecer a alguno una "palabra dura". Porque vivir en el amor, como
Cristo nos ha amado (cf. Ef 5, 2), supone la imitación de su propio sacrificio,
implica morir a nosotros mismos para renacer a un amor más grande y duradero.
Solo ese amor puede salvar el mundo de la esclavitud del pecado, del egoísmo,
de la codicia y de la indiferencia hacia las necesidades de los menos
afortunados. Este es el amor que hemos conocido en Jesucristo, que se ha
encarnado en nuestro mundo por medio de una familia y que a través del
testimonio de las familias cristianas tiene el poder, en cada generación, de
derribar las barreras para reconciliar al mundo con Dios y hacer de nosotros lo
que desde siempre estamos destinados a ser: una única familia humana que vive
junta en la justicia, en la santidad, en la paz.
La tarea de dar testimonio de esta Buena Noticia no es fácil. Sin
embargo, los desafíos que los cristianos de hoy tienen delante no son, a su
manera, más difíciles de los que debieron afrontar los primeros misioneros
irlandeses. Pienso en san Columbano, que con su pequeño grupo de compañeros
llevó la luz del Evangelio a las tierras europeas en una época de oscuridad y
decadencia cultural. Su extraordinario éxito misionero no estaba basado en
métodos tácticos o planes estratégicos, no, sino en una humilde y liberadora
docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo. Su testimonio cotidiano de
fidelidad a Cristo y entre ellos fue lo que conquistó los corazones que
deseaban ardientemente una palabra de gracia y lo que contribuyó al nacimiento
de la cultura europea. Ese testimonio permanece como una fuente perenne de
renovación espiritual y misionera para el pueblo santo y fiel de Dios.
Naturalmente, siempre habrá personas que se opondrán a la Buena Noticia,
que "murmurarán" contra sus "palabras duras". Pero, como
san Columbano y sus compañeros, que afrontaron aguas congeladas y mares
tempestuosos para seguir a Jesús, no nos dejemos influenciar o desanimar jamás
ante la mirada fría de la indiferencia o los vientos borrascosos de la
hostilidad.
Incluso, reconozcamos humildemente que, si somos honestos con nosotros
mismos, también nosotros podemos encontrar duras las enseñanzas de Jesús. Qué
difícil es perdonar siempre a quienes nos hieren. Qué desafiante es acoger
siempre al emigrante y al extranjero. Qué doloroso es soportar la desilusión,
el rechazo, la traición. Qué incómodo es proteger los derechos de los más
frágiles, de los que aún no han nacido o de los más ancianos, que parece que
obstaculizan nuestro sentido de libertad.
Sin embargo, es justamente en esas circunstancias en las que el Señor nos
pregunta: «¿También vosotros os queréis marchar?» (Jn 6, 67). Con la fuerza del
Espíritu que nos anima y con el Señor siempre a nuestro lado, podemos
responder: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (v. 69).
Con el pueblo de Israel, podemos repetir: «También nosotros serviremos al
Señor, ¡porque él es nuestro Dios!» (Jos 24, 18).
Con los sacramentos del bautismo y de la confirmación, cada cristiano es
enviado para ser un misionero, un "discípulo misionero" (cf. Evangelii
gaudium, 120). Toda la Iglesia en su conjunto está llamada a
"salir" para llevar las palabras de vida eterna a las periferias del
mundo. Que esta celebración nuestra de hoy pueda confirmar a cada uno de
vosotros, padres y abuelos, niños y jóvenes, hombres y mujeres, religiosos y
religiosas, contemplativos y misioneros, diáconos y sacerdotes, y obispos, para
compartir la alegría del Evangelio. Que podáis compartir el Evangelio de la
familia como alegría para el mundo.
Mientras nos disponemos a reemprender cada uno su propio camino,
renovemos nuestra fidelidad al Señor y a la vocación a la que nos ha llamado.
Haciendo nuestra la oración de san Patricio, repitamos con alegría: «Cristo en
mí, Cristo detrás de mí, Cristo junto a mí, Cristo debajo de mí, Cristo sobre
mí» [lo repite en gaélico]. Con la alegría y la fuerza conferida por el
Espíritu Santo, digámosle con confianza: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú
tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68).
* * *
ÁNGELUS.
Domingo 23 de agosto de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy concluye la lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan, con
el discurso sobre el «Pan de vida» que Jesús pronunció el día después del
milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Al final de su discurso,
el gran entusiasmo del día anterior se desvaneció, porque Jesús había dicho que
era el Pan bajado del cielo y que daría su carne como alimento y su sangre como
bebida, aludiendo así claramente al sacrificio de su misma vida. Estas palabras
suscitaron desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías, no
«victoriosas». Algunos veían a Jesús como a un Mesías que debía hablar y actuar
de modo que su misión tuviera un éxito inmediato. Pero, precisamente sobre esto
se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías. Ni siquiera los
discípulos logran aceptar ese lenguaje inquietante del Maestro. Y el pasaje de
hoy relata su malestar: «¡Este modo de hablar es duro! –decían– ¿Quién puede
hacerle caso?» (Jn 6, 60).
En realidad, ellos entendieron bien el discurso de Jesús. Tan bien que no
quieren escucharlo, porque es un lenguaje que pone en crisis su mentalidad.
Siempre las palabras de Jesús nos hacen entrar en crisis; en crisis, por
ejemplo, ante el espíritu del mundo, ante la mundanidad. Pero Jesús ofrece la
clave para superar la dificultad; una clave compuesta de tres elementos.
Primero, su origen divino. Él ha bajado del cielo y subirá «adonde estaba
antes» (Jn 6, 62). Segundo: sus palabras se pueden comprender sólo a través de
la acción del Espíritu Santo, «quien da vida» (Jn 6, 63). Y es precisamente el
Espíritu Santo el que nos hace comprender bien a Jesús. Tercero: la verdadera
causa de la incomprensión de sus palabras es la falta de fe: «hay algunos de
entre vosotros que no creen» (v. 64), dice Jesús. En efecto, desde ese momento,
dice el Evangelio «muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir
con Él» (Jn 6, 66). Frente a estas deserciones, Jesús no regatea ni atenúa sus
palabras, es más obliga a hacer una elección clara: o estar con Él o separarse
de Él, y les dice a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,
67).
Entonces, Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles:
«Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de Vida eterna» (Jn 6, 68).
No dice: «¿dónde iremos?», sino «¿a quién iremos?». El problema de fondo no es
ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa pregunta de Pedro,
nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es una cuestión de fidelidad a
una persona, a la cual nos adherimos para recorrer juntos un mismo camino. Y
esta persona es Jesús. Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre
de infinito. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en
su mesa, con sus palabras de vida eterna! Creer en Jesús significa hacer de Él
el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el
«pan vivo», el alimento indispensable. Adherirse a Él, en una verdadera
relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino ser
profundamente libres, siempre en camino. Cada uno de nosotros puede
preguntarse: ¿quién es Jesús para mí? ¿Es un nombre, una idea, es solamente un
personaje histórico? O ¿es verdaderamente esa persona que me ama, que ha dado
su vida por mí y camina conmigo? Para ti, ¿quién es Jesús? ¿Estás con Jesús?
¿Intentas conocerlo en su palabra? ¿Lees el Evangelio, todos los días un
pasaje, para conocer a Jesús? ¿Llevas el Evangelio en el bolsillo, en la bolsa,
para leerlo en cualquier lugar? Porque cuanto más estamos con Él, más crece el
deseo de permanecer con Él. Ahora os pediré amablemente hacer un momento de
silencio y que cada uno de nosotros en silencio, en su corazón, se pregunte:
¿Quién es Jesús para mí? En silencio, que cada uno responda en su corazón.
Que la Virgen María nos ayude a «ir» siempre a Jesús, para experimentar
la libertad que Él nos ofrece, y que nos consiente limpiar nuestras elecciones
de las incrustaciones mundanas y de los miedos.
* * *
Papa
Benedicto XVI
ÁNGELUS.
Castelgandolfo. Domingo 26 de agosto de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Los domingos pasados meditamos el discurso sobre el "pan de
vida" que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de alimentar
a miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio nos presenta
la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que Cristo mismo, de
manera consciente, provocó. Ante todo, el evangelista Juan –que se hallaba
presente junto a los demás Apóstoles–, refiere que "desde entonces muchos
de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él" (Jn 6, 66).
¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: Yo soy el pan
vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para
siempre (cf. Jn 6, 51.54); ciertamente, palabras en ese momento difícilmente
aceptables, difícilmente comprensibles. Esta revelación –como he dicho– les
resultaba incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que
en esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que él se
entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada
Eucaristía.
Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los
Apóstoles diciendo: "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6,
67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce:
"Señor, ¿a quién iremos? –también nosotros podemos reflexionar: ¿a quién
iremos?– Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que
tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). Sobre este pasaje tenemos un
bellísimo comentario de san Agustín, que dice, en una de sus predicaciones
sobre el capítulo 6 de san Juan: "¿Veis cómo Pedro, por gracia de Dios,
por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué entendió? Porque creyó.
Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la vida eterna, ofreciéndonos tu
cuerpo [resucitado] y tu sangre [a ti mismo]. Y nosotros hemos creído y
conocido. No dice: hemos conocido y después creído, sino: hemos creído y
después conocido. Hemos creído para poder conocer. En efecto, si hubiéramos
querido conocer antes de creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de
creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la
sangre nos das lo que tú mismo eres" (Comentario al Evangelio de Juan, 27,
9). Así lo dijo san Agustín en una predicación a sus fieles.
Por último, Jesús sabía que incluso entre los doce Apóstoles había uno
que no creía: Judas. También Judas pudo haberse ido, como lo hicieron muchos
discípulos; es más, tal vez tendría que haberse ido si hubiera sido honrado. En
cambio, se quedó con Jesús. Se quedó no por fe, no por amor, sino con la
secreta intención de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque Judas se sentía
traicionado por Jesús, y decidió que a su vez lo iba a traicionar. Judas era un
zelote, y quería un Mesías triunfante, que guiase una revuelta contra los
romanos. Jesús había defraudado esas expectativas. El problema es que Judas no
se fue, y su culpa más grave fue la falsedad, que es la marca del diablo. Por
eso Jesús dijo a los Doce: "Uno de vosotros es un diablo" (Jn 6, 70).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a
ser siempre sinceros con él y con todos.
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